Cuántas veces pasan cosas maravillosas delante de nuestros propios ojos y ni nos enteramos. Peor todavía, cuántas veces lo que no queremos es vernos mezclados en lo que podría cambiar nuestro mundo y el caso es que está ahí, justo enfrente, quieto, sin moverse, haciéndonos aspavientos para que nos fijemos.
Hace ya unas cuantas semanas volvía en tren desde Segovia hacia casa, a última hora, sólo y con la bicicleta recostada sobre uno de los laterales. Estaba ojeando un libro nuevo con la tranquilidad que transmite el continuo rodar sobre los raíles.
En una de las estaciones las puertas del vagón, de dos pisos, se abrieron sin que entrase nadie para, escasos segundos más tarde, cerrarse y dejar el gélido frío del otro lado del cristal. Pensé que las puertas se habían accionado automáticamente, pero no estaba en lo cierto. De repente, como salido de la nada, por el pasillo del piso inferior del vagón se acercó hasta donde estaba sentado una persona de unos 50 años, delgado, con ese color de piel típico de quien se pasa mucho tiempo bajo el sol, y con un gran chubasquero naranja, como si fuera un trabajador de la obra en una carretera a punto de sacar a relucir la señal de stop.
Se me acercó tranquilamente y me preguntó por el revisor, contándome sin solución de continuidad que no tenía dinero para el billete. Supuse que quería que se lo pagase. La situación me producía una enorme sensación de pereza. Pensé en ese momento que sólo quería llegar cuanto antes a mi destino, donde había quedado con un buen y viejo amigo al que sólo veo una vez al año, aproximadamente.
El caso es que el extraño personaje no me pidió dinero, sólo quería pasar el rato hablando. Al principio, lo reconozco, le seguí el juego con reticencia. Estaba tan a gusto leyendo que me costaba tener que prestarle atención a aquella persona. Pero la historia de su vida me fue envolviendo.
Sabía que el revisor no iba a pasar porque nos había cobrado fuera del tren en Segovia para no tener que pasearse vagón arriba, vagón abajo el resto del trayecto, sin importarle si alguien subía o bajaba en el transcurso del viaje. Sin la presión de verle aparecer por la puerta trasera me relajé y comencé a escuchar las historia de Simon.
Simon es brasileño, del mismo Sao Paulo, donde trabajaba de mecánico chapista de coches y bombero voluntario. Hace ya unos años se separó y dispuesto a dejar de fumar decidió empezar a andar en bicicleta. Se aficionó tanto que un día cogió las alforjas, las cargó en su vehículo de dos ruedas de tracción "animal" y se fue hasta Tierra de Fuego, como quien se va a comprar el pan a la esquina.
Una vez en Usuhaia se dijo que, como ya no había nada más ciclable hacia el sur, tendría que pedalear hacia el norte y eso es lo que hizo hasta que llegó a San Diego. Emulando a Forrest Gump en la película de idéntico título, se preguntó que por qué no continuar. Juntó la plata necesaria y saltó el charco a Europa. Desde entonces tiene su base en Suiza, trabaja algunas temporadas arreglando coches y cuando reúne suficiente dinero coge la bicicleta y se deja llevar por los vientos hasta el otro confín del mundo, pernoctando siempre que puede en las casernas de los hospitalarios bomberos que le acogen o ayudándose de warm showers. Ha recorrido Europa, parte de África, Asia y solamente resultó fallido su intento de conquista de Oceanía.
Como podéis imaginar, al principio no me lo creí del todo, pero no hay nada en este mundo como entrar en Google y ver cómo nos retrata Internet. Esto fue lo que encontré:
Sabía que el revisor no iba a pasar porque nos había cobrado fuera del tren en Segovia para no tener que pasearse vagón arriba, vagón abajo el resto del trayecto, sin importarle si alguien subía o bajaba en el transcurso del viaje. Sin la presión de verle aparecer por la puerta trasera me relajé y comencé a escuchar las historia de Simon.
Simon es brasileño, del mismo Sao Paulo, donde trabajaba de mecánico chapista de coches y bombero voluntario. Hace ya unos años se separó y dispuesto a dejar de fumar decidió empezar a andar en bicicleta. Se aficionó tanto que un día cogió las alforjas, las cargó en su vehículo de dos ruedas de tracción "animal" y se fue hasta Tierra de Fuego, como quien se va a comprar el pan a la esquina.
Una vez en Usuhaia se dijo que, como ya no había nada más ciclable hacia el sur, tendría que pedalear hacia el norte y eso es lo que hizo hasta que llegó a San Diego. Emulando a Forrest Gump en la película de idéntico título, se preguntó que por qué no continuar. Juntó la plata necesaria y saltó el charco a Europa. Desde entonces tiene su base en Suiza, trabaja algunas temporadas arreglando coches y cuando reúne suficiente dinero coge la bicicleta y se deja llevar por los vientos hasta el otro confín del mundo, pernoctando siempre que puede en las casernas de los hospitalarios bomberos que le acogen o ayudándose de warm showers. Ha recorrido Europa, parte de África, Asia y solamente resultó fallido su intento de conquista de Oceanía.
Como podéis imaginar, al principio no me lo creí del todo, pero no hay nada en este mundo como entrar en Google y ver cómo nos retrata Internet. Esto fue lo que encontré:
http://www.elfarodigital.es/ceuta/sociedad/112812-el-bombero-viajero.html
Toda la historia me dio qué pensar las semanas siguientes. Unos días más tarde salí a rodar con un amigo del trabajo y le comenté el encuentro y cómo me gustaría hacer algo parecido. Vamos, no tanto, porque no atesoro un espíritu aventurero de tanta magnitud, pero sí algún viaje de ese estilo durante una temporada más allá de mis vacaciones. Su respuesta fue fulminante: "no dejes de hacerlo y hazlo ya. Luego te complicas la vida, llegan los niños, mil historias más y te quedas con unas ganas irrefrenables dentro de ti que nunca vas a poder convertir en realidad"... bufffffff, duro. Esto hay que reflexionarlo. Por el momento me voy con él a correr por la montaña para despejar, luego ya veremos. Pero seguro que esto promete.
Desde aquí sólo me queda agradecer a Simon Denizart la posibilidad de esta reflexión gratuita. A abrir los ojos queda.
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