jueves, 21 de julio de 2011

MOVIMIENTO


Como las olas, aunque sólo sean arquitectónicas, en medio de una ciudad de montaña... llegan las vacaciones. Han sido unas últimas semanas intensas en el trabajo, muy cansadas, pero por fin a disfrutar del tiempo libre y de la desconexión, sobre todo de eso último.

Con el movimiento voy a ir y a venir, como las olas, pero sin acercarme al mar. Eso lo dejo para más tarde. Eso sí, ayer disfruté del agua con sal y del sol en la rivera del Tajo... ¡enorme!

Todo el material está encima de la cama, preparado para empaquetarlo. El objetivo vigoréxico, por problemas técnicos de calendario, sólo lo será a medias. Eso sí, como decía alguien, la montaña no se va a ningún sitio y el momento, la atmósfera y la compañía van a ser irrepetibles. Por fin cumpliré alguna antigua promesa y podremos pasar la hoja de un ya viejo calendario.

Así, con el ir y venir del agua en la orilla, aunque sea la de una lago de alta montaña, me despido hasta dentro de un abrir y cerrar de ojos.

Bonnes vacances!!

domingo, 3 de julio de 2011

INSPIRACIÓN

Fue un miércoles y como tantos otros los últimos meses salí corriendo del trabajo para ir a clase de alemán. Habíamos conseguido un pequeño espacio en el edificio en el que nos habíamos conocido para poder retomar los vericuetos de la lengua germánica. Nos proporcionaba un enorme placer poder dedicarnos de nuevo a lo que otrora fuera un pasatiempo e, incluso, una obligación.

Ese miércoles en concreto nos tocó cambiar de espacio físico para la actividad didáctica. Entramos rápidamente en la sala y la verdad es que poco cambió en el resultado de nuestra hora y media de esfuerzo intelectual y lingüístico, bastante considerable, todo sea dicho de paso. El cambio vino justo al final de la clase.

Salimos del aula uno detrás del otro. Salí el primero, distraído en mis pensamientos y sin escuchar lo que decían mis compañeras. Pasado el umbral de la puerta giré instintivamente a la derecha y levanté la vista. Allí estaba. De repente, como introduciéndome en una máquina del tiempo, regresé a los últimos años. Estaba en el pasillo en el que tantas horas de espera, desesperación y nervios había vivido.

En alguna ocasión fueron interminables las horas que tuve que pasar en aquel pasillo. Imagino que cada uno sobrellevaba esos momentos como podía: siempre había quien hacía el repaso de último minuto de sus esquemas, quien ponía los auriculares con la música aislándole del resto del mundo, quien trataba de entablar conversación sobre cualquier tema que no tuviese que ver con aquella situación. Yo simplemente andaba. Caminaba pasillo arriba y abajo, fijándome en los cuadros. Creo que siempre tendré grabados las láminas y dibujos que cuelgan de las paredes de aquel interminable pasillo. Los cuatro de la provincia de Castellón (la Vall d'Uxó, Morella, Ares del Maestre y el arco de Cabanes), el palacio de Aranjuez y los elementos arquitectónicos. La visión del mástil y la bandera junto a los pinos que delimitan con la cuesta por la que los coches circulan sin fin.

Pese a todo, en algunas ocasiones el pasillo se hacía corto y no tenía más remedio que girar a mitad para darme una vuelta por el siguiente. Éste, a su vez, estaba jalonado por los cuadros de los Directores vestidos de uniforme. Tengo que reconocer que alguno me producía angustia, con el fondo oscuro y un millón de chapas en la pechera.

Pero sin duda, el mayor grado de angustia se producía al levantar la vista y ver aquella puerta blanca al final del pasillo. A excepción de la primera vez, el resto uno ya sabía que es lo que le esperaba del otro lado. Aquel miércoles levanté la vista y volví a verla. Durante unos meses la vi todos los días, pero nunca me decidí a traspasarla. En esta ocasión un pensamiento rápido cruzó mi mente y casi sin dudarlo me dirigí a ella. Miré en una única ocasión hacia atrás, como buscando la aprobación de mi compañera, pero aún al cruzar mis ojos su mirada de extrañeza, continué avanzando hacia la puerta.

Alargué la mano hacia la manivela dorada y presioné hacia abajo. La puerta estaba abierta y presto di un paso hacia adelante. Creo que, año y medio después de haber entrado por última vez en aquella sala, habría sido capaz de moverme por ella con los ojos cerrados.

Las últimas semanas había coincidido con gente que me comentó sus primeras veces, algunos de más de 20 años después. En comparación mi lapso de tiempo había sido corto. Todos coincidían en que la visión de sus respectivas salas hacía que se les encogiera el corazón y les diera un vuelco el alma. Yo abrí bien los ojos; observé rápidamente pero con profundo detenimiento. Todo continuaba del mismo modo que lo dejé la última vez: las filas de sillas, la silla con su mesa en medio de la sala, la tarima con la mesa larga y las dos pequeñas a los lados, los dos aparatos de aire acondicionado, las lámparas y el tapiz con el escudo colgado en la pared del fondo. No sentí nada.

De pronto inspiré y fue entonces cuando lo sentí. No era la visión, ni mucho menos. Fue el olor. Era el mismo que me había acompañado durante todos mis exámenes. ¿A qué olía la sala? No podría decirlo, no se parecía a ningún otro. Pero era un olor que me transportó a momentos vividos, a tensiones, a sudores fríos, a pulso acelerado que hacía temblar las manos, a pérdida absoluta de conciencia del espacio y el tiempo, a suspiros de descanso al levantarse de la silla y darse la vuelta para salir por la puerta.

Al salir pensé que quizá tarde mucho en volver a entrar en la sala, pero sin duda ese olor me acompañará para siempre. Será un recuerdo que relacionaré siempre con la angustia de no saber si se vería recompensado el esfuerzo. Y estoy seguro que dentro de cinco, diez o veinte años, cuando vuelva a entrar en esa misma sala, su olor penetrante me volverá a transportar a idénticos sentimientos. Tal vez entonces os lo vuelva a contar.