Todavía recuerdo con pavor aquella ocasión en la que, camino de una actuación, en el coche, me dijeron:
-Venga chaval, hoy te toca presentar.
Debía haber como 200 personas escuchándome (o tratando de hacerlo) y la verdad es que no sabía muy bien dónde meterme. Menudo sufrimiento. Notaba las gotas de sudor frío cayéndome a sendos lados de la cara. No conseguía acordarme de nada gracioso que permitiese que la gente se riese. Sobreviví como pude a aquel momento, que en los años siguientes reviví constantemente. Claro, que con el tiempo uno se hace a todo.
Más adelante me ha tocado hablar en público en múltiples ocasiones. Las peores han sido esas en las que me he tenido que examinar delante de un Tribunal. Qué malos ratos he pasado, pero cuántas alegrías cuando las cosas iban bien.
También recuerdo con cariño aquella vez en la que, delante de un público exigente como el de Valladolid, conseguí que todo el auditorio del palacio de Congresos soltase una sonora carcajada con una tontería que se me había ocurrido. Me dio la sensación de que hasta podía ser gracioso.
Últimamente el tenor de mis charlas con público se limita a la docente. Los últimos dos años y medio he dado varias clases y cada vez me siento más a gusto haciéndolo. Suelen ser tema de trabajo, que domino, y que resulta muy fácil modular en función de las personas que están entre el auditorio.
Aunque hubo una que me marcó. Fue hace unos siete meses, en Navarra. Acudía con un compañero de curro a dar unas charlas y mira tú por donde que la afluencia fue tanta, que más que una charla, aquello pareció un concierto de los Rolling. Que a nadie le engañe la seriedad de la mesa, porque tonterías pudimos decir unas cuantas. Cuando acabamos de hablar hubo un interesante intercambio de opiniones con los estudiantes que componían el auditorio.
Habrá que seguir practicando y, sobretodo, divirtiéndose.
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