Calor, calor, humedad y más humedad.
Puede que haya muchas maneras de definir aquello, pero no se me ocurre mejor forma de hacerlo.
El Ecuador, el trópico... ya han sido varias veces las que me he paseado por esos lares. Aún así, sigo sin ser capaz de hacerme a este tipo de climas. Quizá algún día no me quede más remedio que hacerlo.
Comenzamos a andar después de un breve trayecto en furgoneta. El aire se hacia pesado mientras ascendíamos, poco a poco. En los pequeños torrentes de lava seca, donde andar se hacía más complicado, el sol escondido entre las nubes abrasaba nuestras blancas pieles. No había crema protectora que aguantara aquello.
Continuamos remontando el camino. Parábamos cada cierto tiempo. La humedad se hacía patente en el sudor desproporcionado que empapaba mi camiseta transpirable. En cada parada no dejaba de beber agua para tratar de reponer los líquidos que iba perdiendo.
Tras un par de horas, en medio de la espesura, aparece el campamento 1. A esas alturas comenzaba a sentirme mal. No es que hubiera sido una caminata técnicamente complicada, sin embargo la pérdida de líquidos se reflejaba directamente en la percepción de lo que me rodeaba. En cualquier caso, con un poco de descanso y rehidratación todo volvió a la normalidad.
Después de montar las tiendas y encender el pequeño fuego humeante para espantar a los mosquitos, ascendimos ya sin mochilas unos 300 metros más. De repente, casi sin avisar, nos dimos de bruces con un enorme cauce de lava seca: espectacular. Sólo eso ya merecía la pena. Pero nos dimos la vuelta, alzamos la vista y justo frente a nosotros, se alzaba el cono perfecto. Ese sería nuestro objetivo al día siguiente.
Regresamos maravillados al campamento. La imagen del cráter todavía permanecía en nuestra retinas mientras degustábamos las especialidades locales. Inmediatamente nos retiramos a descansar. El día siguiente nos esperaba una buena paliza. Los párpados fueron cerrándose y el rumor de las conversaciones fue dejando paso a los ruidos del bosque tropical hasta que... de repente comenzaron a oírse las orquestas de los pueblos y ciudades que alrededor de la falda del volcán celebraban las fiestas patronales.
A las 04:30 nos arrojamos a los brazos del nuevo día; gracias a la inconsciencia somnolienta que reina a esas tempranas horas. Comimos para coger fuerzas y con los cascos y las ganas nos echamos al monte.
Volvimos a ascender los 300 metros que ya habíamos recorrido el día anterior, pero en esta ocasión continuamos hasta el interior del cauce de la colada. resultaba espectacular moverse silenciosamente por entre donde una vez fluyó la lava.
Continuamos con nuestro camino no sin resbalones imprevistos al fallar el agarre de nuestras zapatillas sobre la pulida roca. A nuestras espaldas se levantaba el sol y lo que hasta ese momento había sido una agradable brisa proveniente del mar se convertía finalmente en un calor que comenzaba a abrasarnos.
Tras la roca nos adentramos en un extraño bosque de juncos que terminó en la plataforma sobre el que se asienta la segunda plataforma. Desde ahí tan sólo quedaban dos horas y media de caminata hasta la cumbre.
Sin embargo, en ese mismo instnate, nuestro guía nos miró circunspecto tras haber mantenido una charla en bicolano o tagalo (me resultaba imposible distinguir uno de otro) por la radio. Desde la central de visitantes del parque que conforma el volcán le habían avisado del mal tiempo y de unas extrañas fumarolas en el cráter.
Muy a pesar nuestro, aunque nos hubiéramos trasladado desde la otra punta del mundo, tuvimos que dejar nuestra ascensión al Monte Mayón en ese punto. Allí nos hicimos la foto de rigor que pretendíamos hacer en el cráter y retornamos, poco a poco, hacia el punto de partida.
Acabamos contrariados, pero ya se sabe que en estos momentos más vale prevenir que curar. Como muestra un botón, porque dos semanas más tarde, a pocos metros de donde nos encontrábamos ocurrió lo que podréis ver aquí, aquí o aquí. De buena nos libramos. El marido de una compañera nuestra se cruzó con ellos mientras descendía de las laderas del volcán. Al final siempre no hay mal que por bien no venga.